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Evangelizar es la tarea fundamental que los apóstoles recibieron del Señor Jesús, misión que la Iglesia ha cumplido fielmente a través de los siglos y que la diócesis de Zacapa, por medio de la comisión de evangelización quiere seguir cumpliendo de manera que el Evangelio sea conocido y sea parte viva de los discípulos de Cristo.

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Necesitamos abrirle al hombre de nuestro tiempo el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica la vida eterna. La iglesia sabe que no vive de sí misma ni para sí, ella vive del evangelio y para Jesucristo.  En Él encuentra orientación para su caminar en el mundo.

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OBJETIVO GENERAL

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Animar acompañar y formar, desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, atenta a los signos de los tiempos, para anunciar la Buena Nueva de la vida plena.

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Jesucristo, Evangelio de Dios para el hombre

 

«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15)

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La fe cristiana no es sólo una doctrina, una sabiduría, un conjunto de normas morales, una tradición. La fe cristiana es un encuentro real, una relación con Jesucristo. Transmitir la fe significa crear en cada lugar y en cada tiempo las condiciones para que este encuentro entre los hombres y Jesús se realice. El objetivo de toda evangelización es la realización de este encuentro, al mismo tiempo íntimo y personal, público y comunitario. Como ha afirmado el Papa Benedicto XVI «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. [...] Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro». En el ámbito de la fe cristiana, el encuentro con Cristo y la relación con él tienen lugar «según las Escrituras» (1Co 15,3.4). La Iglesia misma se conforma precisamente a partir de la gracia de esta relación.

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Este encuentro con Jesús, gracias a su Espíritu, es el gran don del Padre a los hombres. Es un encuentro al cual nos prepara la acción de su gracia en nosotros. Es un encuentro en el cual nos sentimos atraídos, y que mientras nos atrae nos transfigura, introduciéndonos en dimensiones nuevas de nuestra identidad, haciéndonos partícipes de la vida divina (cf. 2 P1,4). Es un encuentro que no deja nada como era antes, sino que asume la forma de la “metanoia”, de la conversión, como Jesús mismo pide con fuerza (cf. Mc 1,15). La fe como encuentro con la persona de Cristo tiene la forma de la relación con Él, de la memoria de Él, en particular en la Eucaristía y en la Palabra de Dios, y crea en nosotros la mentalidad de Cristo, en la gracia del Espíritu; una mentalidad que nos hace reconocer hermanos, congregados por el Espíritu en su Iglesia, para ser a nuestra vez testigos y anunciadores de este Evangelio. Es un encuentro que nos hace capaces de hacer cosas nuevas y de dar testimonio, gracias a las obras de conversión anunciadas por los Profetas (cf. Jr 3,6ss; Ez 36,24-36), de la transformación de nuestra vida.

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En este primer capítulo se ofrece una particular atención a esta dimensión fundamental de la evangelización, pues las respuestas a los Lineamentos han indicado la necesidad de subrayar el núcleo central de la fe cristiana, que no pocos cristianos ignoran. Es conveniente, por lo tanto, que el fundamento teológico de la nueva evangelización no sea descuidado, sino al contrario, que sea proclamado con toda su fuerza y autenticidad, para que confiera energía y adecuada orientación a la acción evangelizadora de la Iglesia. La nueva evangelización ha de ser asumida sobre todo como ocasión para constatar la fidelidad de los cristianos a este mandato recibido de Jesucristo: la nueva evangelización es la ocasión propicia (cf. 2 Co 6,2) para volver, como cristianos y como comunidad, a beber de la fuente de nuestra fe, y estar así más disponibles para la evangelización, para el testimonio. Antes de transformarse en acción, en efecto, la evangelización y el testimonio son dos actitudes que, como frutos de una fe que las purifica y las convierte, surgen en nuestras vidas de este encuentro con Jesucristo, Evangelio de Dios para el hombre.

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Jesucristo, el evangelizador

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«Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y el más grande evangelizador». Él se ha presentado como enviado a proclamar el cumplimiento del Evangelio de Dios, preanunciado en la historia de Israel, sobre todo por los profetas, y en las Sagradas Escrituras. El evangelista Marco comienza la narración estableciendo una conexión entre el «comienzo del Evangelio de Jesús, el Cristo» (Mc 1,1,) y la correspondencia con las Sagradas Escrituras: «conforme está escrito en Isaías el profeta» (Mc 1,2). En el Evangelio de Lucas, Jesús mismo se presenta, mostrándose en la sinagoga de Nazaret, como el lector de las Escrituras, capaz de darles cumplimiento en virtud de su misma presencia: «Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). El Evangelio según Mateo ha construido un verdadero y real sistema de citaciones de cumplimiento, destinado a hacer reflexionar sobre la realidad más profunda de Jesús, a partir de lo que había sido dicho por los profetas (cf. Mt 1,22; 2,15.17.23; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4). En el momento del arresto, Jesús en persona sintetiza: «todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas» (Mt 26,56). En el Evangelio según Juan son los mismos discípulos que dan testimonio de esta correspondencia; después del primer encuentro, Felipe afirma: «Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado» (Jn 1,45). Durante su ministerio Jesús mismo revindica repetidamente su relación con las Sagradas Escrituras y el testimonio que de tal relación deriva: «Vosotros investigad las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39); «si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí» (Jn 5,46).

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El testimonio unánime de los evangelistas confirma que el Evangelio de Jesús es el impulso radical, la prosecución y el cumplimiento total del anuncio de las Escrituras. Precisamente a raíz de esta continuidad, la novedad de Jesús aparece al mismo tiempo evidente y comprensible. Su acción evangelizadora es, de hecho, la continuación de una historia iniciada precedentemente. Sus gestos y sus palabras han de ser comprendidas a la luz de las Escrituras. En la última aparición trasmitida por Lucas, el Resucitado recapitula esta prospectiva afirmando: «Estas son aquellas palabras mías que os dije cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí» (Lc 24,44). Su don supremo a los discípulos será precisamente abrir «sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Considerando la profundidad de esta relación con las Escrituras presentes en el corazón del pueblo, Jesús se muestra como el evangelizador que lleva a nivel de novedad y de plenitud la Ley, los Profetas y la Sabiduría de Israel.

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Para Jesús la evangelización asume la finalidad de atraer los hombres dentro de su vínculo íntimo con il Padre y el Espíritu. Éste es el sentido último de su predicación y de sus milagros: el anuncio de una salvación que, aunque se manifieste a través de acciones concretas de curación, no puede ser hecha coincidir con una voluntad de transformación social o cultural, sino con la experiencia profunda concedida a cada hombre de sentirse amado por Dios y de aprender a reconocerlo en el rostro de un Padre amoroso y pleno de compasión (cf. Lc 15). La revelación contenida en sus palabras y en sus acciones está vinculada con las palabras de los profetas. Es emblemático, en este sentido, la narración de los signos hecha por el mismo Jesús en presencia de los enviados de Juan el Bautista. Se trata de signos reveladores de la identidad de Jesús en cuanto están estrechamente relacionados con los grandes anuncios proféticos. El evangelista Lucas escribe: «En aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva”» (Lc 7,21-22). Las palabras de Jesús manifiestan el sentido pleno de sus gestos en relación a signos cumplidos de numerosas profecías bíblicas (cf. en particular Is 29,18; 33,5.6; 42,18; 26,19; 61,1).

El mismo arte de Jesús de tratar con los hombres debe ser considerado como elemento esencial de su método evangelizador. Él era capaz de acoger a todos, sin discriminaciones ni exclusiones: en primer lugar los pobres, después los ricos como Zaqueo y José de Arimatea, o los extranjeros como el centurión y la mujer siro-fenicia; los hombres justos como Natanael, o las prostitutas, o los pecadores públicos con los cuales compartió también la mesa. Jesús sabía llegar a la intimidad del hombre y hacer nacer en ella la fe en Dios, que es el primero en amar (cf. Jn 4,10.19), y cuyo amor nos precede siempre y no depende de nuestros méritos, porque el amor es su mismo ser: «Dios es Amor» (1Jn 4,8.16). Él es, de este modo, una enseñanza para la Iglesia evangelizadora, mostrándole el núcleo de la fe cristiana: creer en el amor a través del rostro y de la voz de ese amor, es decir, a través de Jesucristo.

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La evangelización de Jesús conduce naturalmente al hombre a una experiencia de conversión: cada hombre es invitado a convertirse y a creer en el amor misericordioso de Dios hacia él. El reino crecerá en la medida en que cada hombre aprenderá a dirigirse a Dios en la intimidad de la oración como a un Padre (cf. Lc 11,2; Mt 23,9) y, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, aprenderá a reconocer en plena libertad que el bien de su vida es el cumplimiento de la voluntad divina (cf. Mt 7,21). Evangelización, llamada a la santidad y conversión: a la reflexión sinodal corresponde el tarea de leer en qué modo estas tres realidades están presentes y nutren, con su relación fructuosa y recíproca, la vida de nuestras comunidades.

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La Iglesia, evangelizada y evangelizadora

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Aquellos que acogen con sinceridad el Evangelio, precisamente en virtud del don recibido y de los frutos que produce en ellos, se reúnen en nombre de Jesús para custodiar y alimentar la fe recibida y participada, y para continuar, multiplicándola, la experiencia vivida. Como narran los Evangelios (cf. Mc 3,13-15), los discípulos, después de haber estado con Jesús, de haber vivido con Él, de haber sido introducidos por Él en una nueva experiencia de vida, de haber participado en su vida divina, son invitados a continuar esta acción evangelizadora: «Convocando a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades [...] Partieron, pues, y recorrieron los pueblos, anunciando la Buena Noticia y curando por todas partes» (Lc 9,1.6).

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También después de su muerte y de su resurrección, el mandato misionero que los discípulos han recibido del Señor Jesucristo (cf. Mc 16,15) contiene una explícita referencia a la proclamación del Evangelio a todos, enseñándoles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28,20). El apóstol Pablo se presenta como «apóstol ... escogido para el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). Por lo tanto, el tarea de la Iglesia consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y la transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16) y que, en última instancia, se identifica con Jesucristo (cf. 1 Co 1,24). Ya sabemos que cuando se habla de Evangelio que ha de ser anunciado debemos pensar en una Palabra viva y eficaz, que realiza lo que dice (cf. Hb 4,12; Is 55,10), es decir, se trata de una persona: Jesucristo, Palabra definitiva de Dios, hecha hombre.

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Para la Iglesia, así como lo es para Jesús, esta misión evangelizadora es una obra de Dios y, precisamente, del Espíritu Santo. La experiencia del don del Espíritu, Pentecostés, hace de los Apóstoles testigos y profetas, confirmándolos en todo aquello que habían compartido con Jesús y que habían aprendido de Èl (cf. Hch 1,8; 2,17), infundiendo en ellos una serena audacia que los llevó a transmitir a los otros la propia experiencia de Jesús y la esperanza que los ha animado. El Espíritu ha dado a ellos la capacidad de ser testigos de Jesús con “parresia” (cf. Hch 2,29), extendiendo su acción desde Jerusalén a toda la región de Judea y de Samaría, e incluso hasta los extremos confines de la tierra.

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Esto es lo que la Iglesia ha vivido desde sus orígenes hasta el presente. Afirmando estas certezas, el Papa Pablo VI recuerda la actualidad de las mismas: «La orden dada a los Doce: “Id y proclamad la Buena Nueva”, vale también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos. [...] La Iglesia lo sabe. [...] Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa». La Iglesia permanece en el mundo, para continuar la misión evangelizadora de Jesús, sabiendo perfectamente que obrando así sigue participando de la condición divina porque, movida por el Espíritu a anunciar el Evangelio en el mundo, revive en ella misma la presencia de Cristo resucitado que la pone en comunión con Dios Padre. La vida de la Iglesia, en cualquier acción que ella cumpla, no está jamás cerrada en sí misma; es siempre una acción evangelizadora y, como tal, es una acción que manifiesta el rostro trinitario de nuestro Dios. Como se lee en los Hechos de los Apóstoles, también la vida más íntima – la oración, la escucha de la Palabra y la enseñanza de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida y el pan partido (cf. Hch 2,42-46) – adquiere todo su significado sólo cuando se transforma en testimonio, provoca la admiración y la conversión, y se hace predicación y anuncio del Evangelio, de parte de la Iglesia y de cada bautizado.

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El Evangelio, don para cada hombre

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El Evangelio del amor de Dios por nosotros, así como la llamada a participar, en Jesús y en el Espíritu, en la vida del Padre, son un don destinado a todos los hombres. Esto es lo que nos anuncia Jesús mismo, cuando llama a todos a la conversión en vista del Reino de Dios. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a los marginados de la sociedad, dándoles la preferencia cuando anunciaba el Evangelio. Al comienzo de su ministerio Él proclama haber sido mandado para anunciar a los pobres la alegre noticia (cf. Lc 4,18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio les declara: «Bienaventurados los pobres» (cf. Lc 6,20); además, hace ya vivir a estos marginados una experiencia de liberación permaneciendo con ellos (cf. Lc 5,30; 15,2), comiendo con ellos, tratándolos de igual a igual y como amigos (cf. Lc 7,34), ayudándoles a sentirse amados por Dios y revelando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores.

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La liberación y la salvación ofrecidas en el Reino de Dios se extienden a toda persona humana, tanto en la dimensión física como en la espiritual. Dos gestos acompañan la acción evangelizadora de Jesús: la curación y el perdón. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión frente a las miserias humanas, y significan además que en el Reino no habrá más enfermedades ni sufrimientos y que su misión apunta desde el comienzo a liberar a las personas de tales males (cf. Ap 21,4). En la prospectiva de Jesús las curaciones son también signo de la salvación espiritual, es decir, de la liberación del pecado. Cumpliendo gestos de curación, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de perdón (cf. Lc 5,24). Recibida la fe, la curación introduce en la salvación (cf. Lc 18,42). Los gestos de liberación de la posesión diabólica – mal supremo y símbolo del pecado y de la rebelión contra Dios – son gestos que manifiestan que «ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28), que el Evangelio, don dirigido a cada hombre, donándonos la salvación, nos introduce en un proceso de transfiguración, de participación en la vida de Dios, que nos renueva ya desde el presente.

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«No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, de lo doy: En nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar» (Hch 3,6). Como nos muestra el apóstol Pedro, también la Iglesia continúa en modo fiel este anuncio del Evangelio, que es un bien para cada hombre. Al paralítico que le pide algo para vivir, Pedro le responde ofreciéndole como don el Evangelio que lo sana, abriéndole la vía de la salvación. Así, con el pasar del tiempo, gracias a su acción evangelizadora, la Iglesia hace concreta y visible la profecía del Apocalipsis: «Mira que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5), transformando desde adentro la humanidad y la historia, para que la fe en Cristo y la vida de la Iglesia no sean extrañas a la sociedad en la cual viven, sino que puedan impregnarla y transformarla.

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La evangelización consiste en el ofrecimiento del Evangelio que transfigura al hombre, a su mundo y a su historia. La Iglesia evangeliza cuando, gracias a la fuerza del Evangelio que anuncia (cf. Rm 1,16), hace renacer cada persona, a través de la experiencia de la muerte y de la resurrección de Jesús (cf. Rm 6,4), impregnándola de la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio, de la relación del Hijo con su Padre para sentir la fuerza del Espíritu (cf. Ef 2,18). Esta es la experiencia de la novedad del Evangelio que transforma cada hombre. Hoy podemos sostener, aún con mayor convicción, esta certeza, porque venimos de una historia que nos entrega obras extraordinarias de coraje, dedicación, audacia, intuición y razón, al vivir de parte de la Iglesia esta tarea de dar el Evangelio a cada hombre; gestos de santidad, que asumen rostros conocidos y densos de significado en cada continente. Cada Iglesia particular puede gloriarse de sus figuras luminosas de santidad, que con la acción, pero sobre todo con el testimonio, han sabido dar nuevo impulso y energía a la obra de evangelización. Santos ejemplares, pero también proféticos y lúcidos en imaginar caminos nuevos para vivir esta tarea, nos han dejado ecos y rastros en textos, oraciones, modelos y métodos pedagógicos, itinerarios espirituales, caminos de iniciación a la fe, obras e instituciones educativas.

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Algunas respuestas, mientras transmiten con convicción la fuerza de estos ejemplos de santidad, indican las dificultades, todavía actuales, para hacer comunicables estas experiencias. Algunas veces se tiene la impresión de que estas obras de nuestra historia no sólo pertenecen al pasado, sino que también son prisioneras del mismo, es decir, no logran comunicar hoy la calidad evangélica del testimonio a nuestro tiempo presente. A la reflexión sinodal, entonces, le correspondería indagar sobre esta dificultad, interrogarse para descubrir las razones profundas de los límites de diversas instituciones eclesiales en mostrar la credibilidad de las propias acciones y del propio testimonio, en tomar la palabra y en hacerse escuchar en calidad de portadores del Evangelio de Dios.

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El deber de evangelizar

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Toda persona tiene el derecho de escuchar el Evangelio ofrecido por Dios para la salvación del hombre, Evangelio que es el mismo Jesucristo. Como la Samaritana junto al pozo, también la humanidad de hoy tiene necesidad de sentirse decir las palabras de Jesús «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10), para que estas palabras hagan surgir el deseo profundo de salvación que se encuentra en cada hombre: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,15). Este derecho de cada hombre a escuchar el Evangelio resulta muy claro al apóstol Pablo. Predicador incansable, precisamente porque había intuido el alcance universal del Evangelio, él hace de su anuncio un deber: «Predicar el Evangelio no es para mí un motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!» (1 Co 9,16). Cada hombre, cada mujer deben poder decir, como él, que «Cristo os amó y se entregó por nosotros» (Ef 5,2). Más aún, cada hombre y cada mujer deben poder sentirse atraídos en la relación íntima y transfigurante que el anuncio del Evangelio crea entre nosotros y Cristo: «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).Y para poder acceder a esta experiencia, se necesita alguien que sea enviado a anunciarla: «¿cómo creerán en aquel a quien non han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rm 10,14, que evoca Is 52,1).

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Se comprende entonces cómo cada actividad de la Iglesia tiene una nota esencialmente evangelizadora y no debe jamás ser separada del empeño para ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización. Allí donde, como Iglesia, «damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco». El motor originario de la evangelización es el amor de Cristo para la salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean sólo dar gratuitamente lo que ellos mismos gratuitamente han recibido: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios».

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La misión de los Apóstoles y su continuación en la misión de la Iglesia antigua siguen siendo el modelo fundamental de la evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo caracterizada por el martirio, como lo demuestra el comienzo de la historia del cristianismo, pero también la historia del siglo apenas transcurrido, la historia de nuestros días. Precisamente el martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancias, sino que dan la propia vida por Cristo. Ellos manifiestan al mundo la fuerza inerme y abundante del amor por los hombres, que es ofrecida a quien sigue a Cristo hasta el don total de la propia existencia, como Jesús lo había anunciado: «Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20).

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Sin embargo, no faltan, lamentablemente, falsas convicciones que limitan la obligación de anunciar la Buena Noticia. En efecto, hoy se verifica «una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no se debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia».

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Si bien los no cristianos pueden salvarse mediante la gracia que Dios otorga a través de caminos que Él conoce, la Iglesia no puede ignorar que cada hombre espera conocer el verdadero rostro de Dios y vivir ya aquí la amistad con Jesucristo, el Dios con nosotros. La plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y el ingreso en su Iglesia no disminuyen, sino que exaltan la libertad humana y la guían hacia su cumplimiento, en un amor gratuito y afectuoso por el bien de todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios, que nace de la comunión con la carne y la sangre vivificantes de su Hijo; es consolador recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que nace de la fe. La Iglesia desea hacer participar de estos bienes a todos, para que tengan así la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Iglesia, que anuncia y transmite la fe, imita el obrar del mismo Dios, que se manifiesta a la humanidad dando a su Hijo, que infunde el Espíritu Santo sobre los hombres para regenerarlos como hijos de Dios.

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Evangelización y renovación de la Iglesia

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La Iglesia, en cuanto evangelizadora, vive su misión comenzando nuevamente cada vez por evangelizarse a sí misma. «Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmerso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos, necesita saber proclamar “las grandezas de Dios”, que la han convertido al Señor, y ser nuevamente convocada y reunida por El. En una palabra, esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio». El Concilio Vaticano II ha retomado con fuerza este tema de la Iglesia que se evangeliza mediante una conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo con credibilidad. Resuenan todavía con actualidad las palabras del Papa Pablo VI que, afirmando la prioridad de la evangelización, recordaba a todos los fieles: «No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza – lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio –, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?». Más de una respuesta ha propuesto que esta pregunta se convierta en objeto explicito de la reflexión sinodal.

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Desde sus orígenes la Iglesia ha debido confrontarse con análogas dificultades, con la experiencia del pecado de sus miembros. La historia de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35) es emblemática de la posibilidad de un conocimiento falso de Cristo. Los dos discípulos hablan de un muerto (cf. Lc 24,21-24), narran la propia frustración y la pérdida de esperanza. Ellos hablan de la posibilidad, para la Iglesia de todos los tiempos, de ser transmisora de un anuncio que no da vida, pero que tiene encerrados en la muerte el Cristo anunciado, los anunciadores y, en consecuencia, los destinatarios del anuncio. También el episodio de los discípulos empeñados en la pesca, referido por el evangelista Juan (cf. Jn 21, 1-14), describe una experiencia similar: separados de Cristo, los discípulos viven su acción en modo infructuoso. Y, como los discípulos de Emaús, es solamente cuando se manifiesta el Resucitado que ellos recuperan la confianza, la alegría del anuncio, el fruto de la propia obra de evangelización. Sólo adhiriendo fuertemente a Cristo, aquel que había sido designado como «pescador de hombres» (Lc 5,10), Pedro, puede volver a echar las propias redes con fruto, confiando en la palabra de su Señor.

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Lo que es descrito con gran atención en los orígenes, la Iglesia lo ha revivido muchas veces en su historia. Frecuentemente, ha sucedido que, como consecuencia del debilitamiento del propio vínculo con Cristo, se ha empobrecido la calidad de la fe vivida, y fue sentida con menor fuerza la experiencia de participación en la vida trinitaria que tal vínculo implica. Por esta razón no se puede olvidar que el anuncio del Evangelio es una cuestión, ante todo, espiritual. La exigencia de la transmisión de la fe, que no es una empresa individualista y solitaria, sino un evento comunitario, eclesial, no debe provocar la búsqueda de estrategias eficaces ni una selección de los destinatarios – por ejemplo los jóvenes – sino que debe referirse al sujeto encargado de esta operación espiritual. Debe ser un cuestionamiento de la Iglesia sobre sí misma. Esto permite ver el problema de manera no extrínseca, y pone en discusión toda la Iglesia en su ser y en su modo de vivir. Más de una Iglesia particular pide al Sínodo que se verifique si las infecundidades de la evangelización hoy, en particular de la catequesis en los tiempos modernos, es un problema sobre todo eclesiológico y espiritual. Se piensa en la capacidad de la Iglesia de configurarse como real comunidad, como verdadera fraternidad, como cuerpo y no como una empresa.

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Precisamente para que la evangelización pueda conservar intacta su originaria condición espiritual, la Iglesia debe dejarse plasmar por la acción del Espíritu y así conformarse a Cristo crucificado, el cual revela al mundo el rostro del amor y de la comunión de Dios. De este modo, redescubre su vocación de Ecclesia mater, que engendra hijos para el Señor, transmitiendo la fe, enseñando el amor que nutre a los hijos. Así, su tarea de anunciar y dar testimonio de esta Revelación de Dios, reuniendo a su pueblo disperso, será un modo de dar cumplimiento a aquella profecía de Isaías que los Padres de la Iglesia han leído como dirigida a ella misma: «Ensancha el espacio de tu tienda, las cortinas extiende, no te detengas; alarga tus sogas, tus clavijas asegura; porque a derecha e izquierda te expandirás, tu prole heredará naciones y ciudades desoladas poblará» (Is 54,2-3).

Animar acompañar y formar, desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, atenta a los signos de los tiempos, para anunciar la Buena Nueva de la vida plena.

EVANGELIZACIÓN

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